Guerreros temporales e iluminados de marca
Estoy realmente convencido de que el potencial real del ser humano es casi infinito. Podemos lograr muchas cosas que favorezcan nuestra evolución, tanto en el territorio individual como en el colectivo. Sin embargo, este potencial de evolución y progresión de lo humano en el medio, a veces, puede verse comprometido por la fijación de verdades que no son tales más que en las mentes de los individuos que se las creen.
Estamos en un momento muy complejo para la práctica marcial tradicional, un tiempo en el que se suele confundir el tocino con la velocidad. En un modo de soberbia moderna generalizada, nos permitimos el lujo de tildar de analfabetos o poco inteligentes a todos aquellos que existieron de forma previa al siglo XX en el ámbito de la tradición marcial; como si nuestro paseo a partir de ese momento hubiese sido un reguero de felicidad, creatividad y crecimiento humano con todo lo que esa palabra comporta.
Si hacemos un testeo mínimo en nuestros ámbitos marciales más cercanos, nos daremos cuenta de que los criterios de validez que se aplican a cada cuestión barajada van desde lo más externo a lo más inverosímil, sin pasar por este desahuciado sentido común que perdimos como conjunto en un momento concreto de la historia que no sé precisar; no sé si fue antes de alguna guerra mundial o antes de Fukushima, lo cierto es que poca gente parece saber por dónde anda en estos momentos.
Que individuos ultramodernos hablen a boca llena y de forma peyorativa de la equivocada esencia de las artes marciales tradicionales me parece, cuanto menos, de una falta de humildad hiriente. Y es falta de humildad porque, a poco que investiguemos, veremos que nos anteceden miles de años de historia accesible, y no sé cuantos otros miles de historia desconocida, como para hacer este tipo de afirmaciones gratuitas y equivocadas. Son normalmente interesadas y aparentan una luminosidad que no dura un trienio en la palestra.
Los estilos tradicionales han sobrevivido a circunstancias, situaciones y momentos de la historia que cualquiera como el que escribe no puede ni imaginarse. No hablemos ya de experimentar lo que pueden suponer guerras y demás desgracias terribles por las que muchos de los que solemos hablar de estos temas solo hemos pasado entre palomitas y aire acondicionado.
Es posible que la transmisión se haya pervertido en algún momento, pero quizá la misión de los que las estudian o practican radica en intentar recuperar y comprender lo que el arte les susurra en cada movimiento. Está claro que esto supone un esfuerzo mayor que esperar entre fantasías a que aparezca de alguna ruina falseada un manual que descifre finalmente todo lo que debe ser indiscutible.
El otro extremo es quizá más hiriente aún. El de los adalides de la espiritualidad no violenta. Cuando escucho a un espiritualisto decir que las artes marciales son sinónimo de violencia y que el ser humano debe trascender esa violencia, siempre le pregunto qué experiencias violentas a tenido en su vida, a qué momentos caóticos en los que su vida corría peligro se ha enfrentado.
Las caras siempre son las mismas. Interpretándolas desde una visión cómica de la situación me imagino el interior de estas mentes diciendo para sus adentros (interiores, misteriosos y profundos): «Este no se ha enterado que estamos en el siglo XXI y que las personas hablamos en vez de pelearnos», o «otro salvaje retrógrado que solo ve el aspecto animal del ser humano, sin tener en cuenta su espiritualidad intrínseca y su bondad». Quizá también suenan platillos de metal en las manos de un mono de juguete detrás de esas miradas, quién sabe.
quizá la misión de los que las estudian o practican radica en intentar recuperar y comprender lo que el arte les susurra en cada movimiento
Menudas tonterías nos toca escuchar de personas que no tienen experiencias de supervivencia ni de combate real. Personas que, por suerte o por desgracia, no se han enfrentado a momentos que les hayan obligado a mirar de frente a su instinto más primitivo, al que tenemos todos y cada uno de los que hemos llegado biológicamente hasta aquí.
La tradición no nos habla de matar de forma gratuita, la tradición no nos masculla «conviértete en un animal salvaje», la tradición no nos menciona en ningún momento matar antes que huir; todas estas tonterías no forman parte de la tradición. Quizá salgan en más de una película, pero debemos insistir en afirmar que la vida se suele diferenciar bastante de lo que aparece en ellas, una perogrullada cada vez más necesaria de recordar.
La práctica marcial es una vía para enseñar al hombre a cabalgar a lomos del tigre que sostiene su lado más amargo y oscuro, su lado terrible, el lado incontrolado del que siempre solemos arrepentirnos. También es la vía para desarrollar una espiritualidad sincera que nace de la comprensión real de quiénes somos, de nuestro potencial para el daño y de aquello en lo que podemos convertirnos si no nos esforzamos hacia el lado luminoso del ser.
Gobernar ese instinto ancestral es terriblemente difícil, es complejo y exige un enorme sacrificio del que se nos habla tanto en la mitología como en la psicología más contemporánea. Es difícil porque se halla entretejido de influencias culturales, sociales, educacionales y familiares. Somos mágicos, pero también somos terribles y la línea que divide estos dos escenarios está directamente relacionada con nuestros motivos más profundos para pasar de un lado a otro del espectro. Solo una sinceridad profundamente transformadora nos permite superar esta halo de fantasía y obtener el poder que necesitamos para tomar las riendas de nuestra vida.
Adiestrar a alguien en técnicas letales de combate implica esta responsabilidad. Los antiguos maestros lo sabían, lo estudiaron, lo transmitieron sin ningún género de dudas. Lo hicieron tan bien que incluyeron en sus modelos de entrenamiento una jerarquía y unas etiquetas enfocadas al cultivo de un carácter, de una actitud y de una predisposición directamente proporcional en positivo al potencial destructivo de sus técnicas.
La práctica marcial es una vía para enseñar al hombre a cabalgar a lomos del tigre que sostiene su lado más amargo y oscuro
Que nadie se eche las manos a la cabeza otra vez. Hemos confundido esto hasta el extremo de hacer una liturgia estúpida y vacía de los componentes espirituales de la práctica. Hemos convertido esta faceta del entrenamiento en un circo de inciensos, luces, abrazos y sonrisas falsas sobre las que reposar un alma aparentemente tranquila, pero profundamente desequilibrada.
La etiqueta no es un anacronismo, no necesita ser revisada, su eficacia está más que comprobada. Si sus detractores o renovadores leyeran un poco más que lo que les dice su moderno gurú de las redes, verían que está perfectamente diseñada para influir en aspectos relativos a la psique y el carácter del ARTISTA marcial. Y resalto lo de ARTISTA una vez más para desvincular la práctica marcial tradicional, sea la que sea, de esta visión de guerreros espartanos sin corazón que se nos pretende vender desde más de un foro.
La etiqueta es fundamental dentro de la organización estructurada de una escuela de ARTES MARCIALES, de sus programas de estudio, de sus sesiones y de la relación entre todos los alumnos y profesores de la escuela. Perder este aspecto de la tradición, basado en el respeto, en el cultivo de la paciencia y del carácter tranquilo, audaz, valiente, proporcionado y controlado, es una terrible equivocación.
Transformarlo además en una serie de momentos simbólicos estúpidos, que nada tienen que ver con la realidad sobria y sincera de estas actitudes es, además, una perversión de este principio.
La sociedad no va tan bien como nos la venden. Las personas se suben a un ascensor y todo el mundo recurre al móvil o mira al suelo para evitar comunicarse. Los vecinos viven en el mismo bloque durante años sin apenas conocerse. Las tiendas pequeñas van desapareciendo y aumenta el número de grandes superficies en las que impera la ley del más fuerte. Ahora corremos llevando carros cargados, intentando llegar antes que otros a una cola que imprime un ritmo de pasada que más de una fábrica de coches querría para sí misma.
Hemos aumentado como grupo humano y en el contexto de esa súper presión demográfica nos hemos apartado interiormente de todo lo cercano. Y lo hemos hecho acercándonos a la vez a muchos en la distancia insustancial de un simple aparato electrónico.
Frente a este panorama, en el que lo humano se va perdiendo como sentido fundamental de la vida para ser sustituido por lo mecánico, lo rápido o lo productivo, es difícil introducir un espacio para lo que entendemos por etiqueta espiritual de la vía marcial.
La rectitud moral implícita en el adiestramiento marcial a través de la etiqueta es una herramienta insustituible en la formación integral del artista marcial, es la fórmula para que su práctica tenga realmente un componente espiritual. Lo puede llegar a tener sin quemar incienso, rezarle a la foto de un desconocido o imaginarse más iluminado que una bombilla. Tan solo introduciendo un código de conducta sincero, real y acorde a la crudeza de las técnicas que se están aprendiendo en la sala. Valorando realmente la vida al conocer de primera mano su fragilidad y el resultado de infelicidad al que nos lleva todo aquello que la hiere.
Hemos aumentado como grupo humano y en el contexto de esa súper presión demográfica nos hemos apartado interiormente de todo lo cercano
Solo esta proporción entre respeto sincero y potencia de combate justifica la existencia conjunta de estas dos palabras: arte y guerra. La perversión de este conjunto de procedimientos rituales, de su significado real, conlleva una fantasía más que sumar al circo pseudo religioso, deportivo y folclórico en el que poco a poco se van transformando algunas ramas del arte.
Este es el germen evidente que hace que los que se atreven a opinar sin conocer, esos para los que todo lo que no cabe en un octógono está pasado de fecha, se acaben riendo de todo y campando a sus anchas entre el insulto, la mentira y el desconocimiento.
Tal vez estemos ante un ocaso progresivamente definitivo o tal vez ante un punto límite de inflexión. Un nuevo escenario en el que la realidad del arte se acabe manifestando en su carácter más profundo frente a la superficialidad del espectáculo; el eterno el circo de gladiadores en el que, tarde o temprano, desembocará toda esta farsa de guerreros temporales, iluminados de marca y teóricos monologuistas de aquello que en realidad nunca han llegado a conocer de verdad.
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