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¿Por qué apostar por las artes marciales tradicionales?


Creo que, en no pocas entradas, he resaltado la eficacia de las artes marciales tradicionales como una forma de intervención directa, capaz de frenar —al menos en parte— la alienación a la que estamos abocados, tanto en lo individual como en lo colectivo. Un declive de valor, casi sistémico, propio de una sociedad sin centro, sin esperanza futura —por ausencia absoluta de sentido religioso o espiritual— y sin más valor de fondo que el meramente económico que, dada su propia naturaleza, lo tiñe todo de una peculiar falsedad.


Y, aunque este axioma de beneficios, directos e indirectos, parece más que preinstalado en el imaginario colectivo —sobre todo en el marcial—, creo personalmente que no se suele explicar con claridad cuáles son los principales y verdaderos argumentos que sustentan, con algún grado de evidencia, esta idea. También opino que resulta fundamental revelar de dónde nace exactamente ese potencial constructivo del proceso marcial y, del mismo modo, cuáles son las virtudes reales que ofrece para consolidar o mejorar el desarrollo interior de sus practicantes.


Homo Bellum: nacidos para combatir

El primero de los argumentos radica en que la práctica marcial, por su propia naturaleza, organizada y sistematizada, de adiestramiento para el combate, conlleva una interiorización efectiva de lo que denominamos «espíritu de lucha»; este entrenamiento refuerza, a través de la práctica continuada, la idea de que «luchar» (entendiendo el término como esfuerzo determinado para un fin indeterminado) es consustancial al elemental hecho de existir. Esta afirmación, comprobación y repetición de valor, reiterada en el tiempo, nos ayuda a resucitar un aspecto del instinto humano que guarda relación directa con nuestra capacidad para darle sentido a la vida. Y es que, uno de los motores de los que se nutre la verdadera sensación de plenitud vital, más allá del mero concepto de felicidad o placer puntual, es el que nos empuja a sentir que vivimos con un objetivo, con una meta o, en el mejor de los casos, con una evidente misión trascendental que cumplir.


Hablo de metas que quedaban bien definidas en las narrativas tradicionales —filosóficas, culturales o religiosas— pero que presentan ahora signos de evidente erosión. Me refiero a un desgaste ocasionado por el fomento de un marco de pensamiento único, en esencia nihilista, desde las instituciones mediáticas, políticas y académicas de nuestras sociedades modernas «democráticas». Frente a esta atmósfera de paz ilusoria, sustentada en falacias, postureo ético, activismo simbólico, humanitarismo superficial y muchos otros despropósitos que tergiversan lo real, el ser humano sigue necesitando verse como parte integrante de un sistema de tensiones naturales basadas en los antagonismos de sus partes más fundamentales (yin/yang).

vivimos con un objetivo, con una meta o, en el mejor de los casos, con una evidente misión trascendental que cumplir.

Me refiero a las fuerzas que operan cuando los recursos (materiales, espirituales o emocionales) resultan insuficientes, opuestos o incompatibles. Por más que el positivismo lógico se empeñe en intentar negarnos esta realidad con palabras vacacionales, parafraseando a Wittgenstein, la presencia del amor, de la amistad o del sacrificio desinteresado, entre otras mil y una evidencias, nos advierte que los paradigmas que pretende establecer el dogma social imperante están, hoy quizá más que en ningún otro momento de la historia, absolutamente equivocados. Y del mismo modo que nadie puede negar el amor, por más difícil de verificar que sea, tampoco se puede negar que, en casi todos sus ángulos y profundidades, luchar y vivir representan una evidente sinonimia.


La práctica nos lo recuerda en cada sesión, consolidando en nosotros el espíritu necesario para movernos desde esta perspectiva de posibilidades, confrontación e identidad, con el fin de proteger o certificar aquello que sentimos necesario en el marco de nuestra propia narrativa interna justa, equilibrada y depurada. Y lo hace sin sujeción a ningún tipo de condicionante inducido desde la exterioridad tóxica y falaz que antes me esmeré en perfilar.


Utilidad derivada de la capacidad de concentración

Un segundo aspecto relevante en las virtudes de la práctica marcial es el hecho de que nos pide mantener un punto focal sin distracciones. Solo bajo esta premisa se puede garantizar que sus procedimientos resulten verdaderamente productivos. Ese punto de mira focalizado, estable y continuo evita un exceso de proyección, consolidando con ello la capacidad de la mente para fijarse con mayor estabilidad en aquello que es realmente importante. Y aunque parezca innecesario recalcar la utilidad de esto para la vida ordinaria, insistiré en hacerlo recordando que sin una correcta focalización mental no podemos estudiar, no podemos desarrollar ideas ni podemos organizar ningún tipo de plan de acción.


La capacidad de mantener el foco sin desvaríos es lo que define la probabilidad de éxito ante cualquier misión. Aunque podemos dividir nuestra atención en varios elementos a la vez, la fuerza mental que ello exige no está al alcance de la mayoría y, en todo caso, requiere de un esfuerzo de instrucción para lograr alguna competencia verificable sobre ello.

sin una correcta focalización mental no podemos estudiar, no podemos desarrollar ideas ni podemos organizar ningún tipo de plan de acción.

El control de las emociones como puente al equilibrio

Un tercer aspecto relevante es la regulación del plano emocional. Un sustrato de lo humano que se convulsiona en situaciones de competencia, tal y como las que se promueven en diferentes etapas de la práctica marcial. En ellas, además de los elementos técnicos y físicos implicados, también se dan cita factores de violencia, de agresividad y, en definitiva, del estrés propio de lo combativo. El entrenamiento constante en la gestión emocional es un garante para fortalecer esa capacidad de autorregulación del sistema nervioso, especialmente en la interacción entre el sistema límbico y el córtex prefrontal. Con el tiempo, esto favorece una actitud de equilibrio interior general, esencial en el camino del desarrollo marcial.


Lograr el autocontrol es una premisa que aparece en los primeros puestos de la jerarquía de valores de la mayoría de los sistemas marciales arcaicos. Una persona con un gran potencial físico y técnico combativo asume una gran responsabilidad sobre sus acciones y, por ello, debe imbuirse de los valores éticos y morales que los estilos proponen al respecto. El arte tiende a desfigurar sus procesos si lo emocional se sitúa por delante de estos valores de fondo, si usurpa el necesario espacio del control para regular la acción, en cualquiera de las múltiples formas en las que podría ocasionar daños irreparables.


Capacidad de movimiento y autoestima

Un cuarto factor de similar valor es la naturaleza dinámica integral del arte marcial. Los modelos de acción combativa fomentan el movimiento y todas las circunstancias y factores concomitantes que participan en él. Las necesidades de movimiento explosivo, expresivo, controlado y preciso, así como el desarrollo de la flexibilidad o de la agilidad funcional, fortalecen el sentimiento de capacidad personal. Este sentimiento de sentirse capaz de actuar es uno de los pilares que ayudan a construir una autoestima sólida y veraz, fortaleciendo la expectativa interior de éxito frente a situaciones que, en otras circunstancias, nos mostrarían un muro virtual de impedimentos de apariencia insalvable.


Respiración como eje de control interno

El control de la respiración, en armonía con el movimiento, es otro de los contrafuertes que refrendan los beneficios de la práctica para el desarrollo interior equilibrado. Al ajustar las fases respiratorias a los movimientos coordinados —expansivos o restrictivos, ascendentes o descendentes, explosivos o fluidos— aprendemos a regular la propia expresión corporal acorde a las circunstancias. Al tomar el control de nuestros gestos respiratorios y motrices, conseguimos armonizar de forma indirecta el exterior en el que actuamos. Muchas situaciones adversas ocurren tras una reacción espontanea inapropiada, tanto dinámica como gestual; podemos expresar, sin querer, gestos que la otra persona puede identificar como amenazantes, construyendo con ello un peldaño más en la escala de la agresión.


Encaje narrativo, símbolos, sentido y límites.

Al comienzo de la entrada, señalaba la importancia de la narrativa y la identidad en los procesos de sentido vital personal. Las artes marciales tradicionales también tienen mucho que aportar en este ámbito, ya que integran y proporcionan sus propias narrativas culturales de referencia; líneas de tiempo y sucesos que relacionan historias, mitos y anécdotas, unas falsas y otras reales, que permiten configurar las bases para un modelo narrativo tradicionalista, lleno de enseñanzas, símbolos y significados.


No debemos pasar por alto que muchos de nuestros principales rasgos sociales se reflejan en los arquetipos que han dado forma al imaginario colectivo. Estos arquetipos, entrelazados a lo largo del tiempo, han influido —aunque de manera sutil— en las estructuras políticas, económicas, filosóficas y religiosas de todas las civilizaciones.


Estudiar o asumir estas narrativas marciales implica, casi siempre, un cierto grado de realización interior. Esto es debido a que una parte de la preparación de la práctica marcial desemboca en estos arquetipos. Lo hace de múltiples maneras: en forma de héroes, situaciones extremadamente complejas o arriesgadas y símbolos representativos de valores, muchos de los cuales suelen estar relacionados con la ética, con la trascendencia o con la propia maduración del artista. Son herramientas que han evolucionado en las estructuras internas del arte para resaltar su sentido como método de protección, de mantenimiento de principios inalienables, de garantías de justicia y equidad y, en definitiva, de todo lo que significa la acción honorable propia del guerrero; una persona que ha superado el miedo, las injusticias y la mediocridad de su tiempo y que, al mismo tiempo, es capaz de prepararse a fondo para asumir las consecuencias de mantener esta postura, una forma de emboscadura voluntaria y fuerte frente al grueso que representa todo lo contrario.

Las artes marciales tradicionales integran y proporcionan sus propias narrativas culturales de referencia

En este sentido, las artes marciales representan una vía que busca la excelencia en todos los aspectos que constituyen lo que es, o lo que debería ser, una persona integral. Por ello, estos factores culturales de fondo en el arte ayudan a consolidar la satisfacción interna que produce saber que, a través de sus preceptos, podemos conocernos mejor, entender cuáles son nuestras fortalezas y debilidades en todos nuestros planos de acción vital y, sobre todo, comprender qué direcciones y límites de sentido vital podemos asumir sin destruirnos. Conocer y entender la naturaleza de los límites físicos, mentales, emocionales y circunstanciales es otro de los aportes que hacen de la práctica, no una terapia o mecanismo de autoayuda, sino un camino de vida deseable y constructivo.


El esfuerzo como moneda de cambio

Comprender el largo plazo de los métodos, postergar la gratificación del logro y apreciar los pequeños placeres que esconden el esfuerzo y el sacrificio continuado son las mayores contramedidas que podemos aplicar frente al despropósito de una sociedad profundamente egóica —incluso narcisista—, dependiente de dopamina, asentada en la comodidad, la delegación operativa física, mental y espiritual en terceros: humanos o máquinas. En este aspecto, encontramos en el sentimiento de pertenencia a un grupo o colectivo humano real, otra clave argumental en todo este conjunto. Un grupo que comparte el esfuerzo por adquirir y desarrollar las mismas habilidades y conocimientos, con objetivos similares y bajo direcciones altamente resonantes que refuerzan la capacidad de seguir avanzando pese a todo.


Terminar el arte creándolo a diario

Igualmente, la parte artística de lo marcial implica la posibilidad de desarrollarnos en lo creativo. Esta mejora de la creatividad ocurre a través de nuestra propia interpretación y estudio de los preceptos del legado. Con ello volvemos a incrementar el valor que nos aporta una práctica que se muestra permisiva o proclive a nuestra participación activa en su construcción permanente. Esta faceta entraña un alto grado de responsabilidad, de esfuerzo por el estudio y una toma de conciencia de un nivel de profundidad poco habitual. Sus beneficios sin innumerables, pero me gusta siempre resaltar, al margen de cualquier religiosidad o espiritualidad impostada, que nos facilita proyectarnos de forma trascendente hacia las responsabilidades que tenemos hacia lo futuro, mientras seguimos alimentando la memoria de un pasado que siempre tiene algo que enseñarnos.

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