Forjar el espíritu: miedo, imprudencia y el sentido profundo de la práctica marcial
- Francisco J. Soriano
- hace 15 minutos
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«Tomar decisiones estratégicas implica reconocer tanto nuestras fortalezas como nuestras debilidades, entendiendo cuándo avanzar, cuándo retroceder y cuándo mantenernos firmes, conservando siempre el control emocional y mental en la toma de decisiones importantes».
Fragmento del libro Trihomo
F. J. Soriano
Una de las grandes paradojas de la sociedad de nuestro tiempo es el crecimiento simultáneo y desmesurado, de dos fuerzas vitales en apariencia opuestas: el miedo y la imprudencia. Esta coexistencia forzada es, entre muchos otros síntomas, el reflejo de una inteligencia humana que muestra signos de deterioro con el paso de los años.
Tememos perder lo que poseemos, y al mismo tiempo, cedemos sin reparos nuestras libertades a cambio de una seguridad ilusoria prometida por quienes rara vez cumplen sus promesas. Es ese deterioro de la inteligencia general lo que nos hace vulnerables a todo tipo de manipulaciones sociales. Nos asustan las pandemias, los apagones, las guerras lejanas o la pérdida de poder adquisitivo para obtener cosas que apenas necesitamos. Aceptamos vivir en un mundo de apariencias, mientras dejamos que la realidad se nos escape entre los dedos, hipnotizados por el desfile infinito de vidas ajenas en una pantalla que sustituye lo auténtico por lo efímero.

Todo este desastre prospera en nuestros días por culpa de un hombre en proceso de desintegración. El hombre de hoy es un hombre temeroso, emocionalmente hipersensible —un eufemismo que encubre una alarmante fragilidad. Un individuo que tiende a reaccionar con violencia por nimiedades, instalado en la comodidad de la ideología, que evade el peligro incluso antes de comprenderlo y que prefiere encerrarse en una existencia predecible antes que enfrentarse al caos. Un personaje mediocre que rehúye del potencial que tiene para cambiar las reglas del juego y detener el avance del destrozo. Es un hombre que teme a las consecuencias y elige permanecer en un espacio seguro para su control, mientras otros —más astutos y perversos— dictan las reglas que condicionan su experiencia vital y sus capacidades innatas.
Cedemos sin reparos nuestras libertades a cambio de una seguridad ilusoria prometida por quienes rara vez cumplen sus promesas.
Hacer frente a eso es una obligación espiritual de cualquiera que lo perciba. Pero esa resistencia exige superar el miedo injustificado, un miedo que paraliza el pensamiento, que impide la acción y que convierte la comodidad en una jaula invisible pero que podemos intuir. Requiere recordar que, a veces, el bien colectivo debe estar por encima del beneficio personal. Nadie cree en la trascendencia y por ello nadie lucha por el mañana. Sin embargo, ese mañana también pertenece a nuestros hijos, no solo los propios, sino a todos los hijos de la humanidad. No podemos obviar nuestros deberes ni escapar a las consecuencias de no hacer lo justo, lo que corresponde o lo que merece siempre la pena aunque no podamos presenciar su efecto en un futuro en el que no estaremos.
Para esta lucha debemos ser fuertes y erradicar de nuestra mente cualquier sentimiento de incapacidad absoluta frente a las cosas de la vida. Siempre existen caminos posibles: unos nacen de nuestras capacidades, otros de la unión con quienes comparten nuestra misión, espíritu, valor e inteligencia. Solo desde la inteligencia podremos percibir con claridad el deterioro progresivo que nos amenaza; solo el miedo y la estupidez tienen algo que ver en que la situación no sea tan evidente para la mayoría.
Nadie cree en la trascendencia y por ello nadie lucha por el mañana.
Aquí es donde la práctica marcial nos ofrece su propósito más elevado. La confusión actual, que equipara artes marciales con espectáculos deportivos basados en las MMA, sigue alimentando una confusión interesada. La marcialidad no invita a ninguna forma de gloria personal, sino a cultivar el espíritu humano desde sus raíces más profundas. Las artes marciales tradicionales son, o deberían ser, una familia, no una tribu de egos enfrentados ni una arena de narcisistas alimentando su vanidad con discursos de superioridad. El verdadero arte marcial no propone ser «más y mejor que los demás», sino solo «ser lo mejor que se puede llegar a ser». Y si no orientamos ese esfuerzo hacia una forma de enriquecer al grupo, a aportar salud, armonía y valores a la sociedad, puede convertirse en un absurdo ejercicio de narcisismo que destruye lo que finge construir.
La práctica marcial va de fortaleza, de capacidad, de justicia, de honradez y de templanza. No exige demostrarle al mundo que somos superiores, sino demostrarnos a nosotros mismos, día a día, que seguimos caminando, que volvemos a casa habiendo vencido obstáculos, superando batallas o asumiendo derrotas sin que ello afecte a la sonrisa natural de quien se reencuentra con lo que más ama en el mundo: su familia.
El verdadero arte marcial no propone ser «más y mejor que los demás», sino solo «ser lo mejor que se puede llegar a ser».
Un auténtico practicante de Kung Fu es aquel que se fortalece para mirar a los problemas de la vida cara a cara, sin exhibir miedo ni angustia. Es una persona que disciplinando su mente y su conducta se prepara para la adversidad. Porque ser empático, ser justo o ser compasivo comienza siempre por ser fuerte. Sin fortaleza interior, sin conocimiento de quiénes somos, quiénes podemos llegar a ser y con qué contamos para hacerlo, no se puede construir la seguridad interior que necesitamos para enfrentarnos a los permanentes demonios del presente.
La práctica no se reduce a dominar técnicas de control o sometimiento. Es desarrollar la capacidad de hacerlo para ver qué grietas aparecen en nuestro espíritu durante esa forja; debemos entender dónde, cómo y con qué fuerza debemos golpear el alma para que sus separaciones se junten y se consoliden. El arma más poderosa será siempre nuestra voluntad transformada en acción frente a las adversidades de la vida, una batalla ahora más urgente que nunca.
Si no entendemos esto, si seguimos adorando ídolos vacíos, si entrenamos para emular héroes falsos o si perdemos de vista la realidad ensimismados con distracciones inducidas, estaremos perdiendo la oportunidad de mostrar a las próximas generaciones —con el ejemplo de nuestro propio espíritu combativo— el verdadero significado del esfuerzo y el sacrificio para transitar la vida sin ser víctimas, solo personas dispuestas a dar la batalla y aceptar los resultados que devengan de ella.
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