La intolerancia justa para invalidar la degradación
- Francisco J. Soriano
- hace 13 minutos
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La presente reflexión nace de la necesidad de señalar, con claridad y firmeza, los límites que separan una comprensión legítima de la vía marcial de sus múltiples falsificaciones contemporáneas. No puede aceptarse, sin comprometer gravemente la integridad del arte, que ciertas interpretaciones fragmentarias, interesadas o deformadas, ya provengan del mercado, de la academia o del sentimentalismo «cultural» imperante, se impongan como norma sobre aquello que, por su naturaleza, está ordenado a un fin de orden superior como es la transformación interior (maduración equilibrada) del ser humano.
El propósito de esta entrada no es la polémica, ni apologético en el sentido vulgar del término. Se trata, más bien, de una exposición que reivindica el ejercicio consciente y activo de la invalidación como operación legítima del discernimiento, una facultad hoy casi extinguida. En este sentido, invalidar no implica rechazar ni oponerse por hábito, sino consolidar o restaurar un orden; reconocer, desde el eje del ser, aquello que desvirtúa la esencia de una práctica, una doctrina o una forma simbólica para poder apartarlo como un obstáculo a la realización.
invalidar no implica rechazar ni oponerse por hábito, sino consolidar o restaurar un orden
Las artes marciales tradicionales, cuando conservan aún algo de su raíz metafísica, no pueden ser reducidas a meros sistemas de defensa, ejercicios de salud o vehículos de expresión estética. Si bien pueden producir efectos en esos planos, la verdadera elevación de su sentido reside en su poder de transmutación del ser. Aquello que no contribuya a esta finalidad, que se oponga a ella o que la oscurezca bajo máscaras de funcionalidad, logro deportivo, romanticismo o superficialidad psicológica, debe ser reconocido como una perversión del arte, y como tal, invalidado.

Aunque esta palabra puede suscitar una cierta intranquilidad inmediata, propongo una relectura de la intolerancia como acto fundado en la fidelidad a lo esencial y una defensa de la severidad doctrinal en tiempos de confusión como los que vivimos. Se trata de una simple herramienta de orientación. Una advertencia ante el extravío y un nuevo recordatorio de que todo camino verdaderamente marcial comienza allí donde el ego cede ante los principios éticos y morales de la vía marcial.
Cada ser humano, en virtud de su constitución particular y de su grado de desarrollo interior, posee umbrales diversos de aceptación, zonas de tolerancia y líneas de fractura interna más o menos definidas. La función de esta operativa, que podemos considerar como un mecanismo autónomo de defensa de la coherencia racional o espiritual, consiste en evitar la confusión, esa mixtura indeseable que surge cuando lo inasimilable se introduce en el campo de lo posible, desorganizando el orden interno. La invalidación actúa aquí como un principio de rechazo que preserva la identidad del ser frente a aquello que, por su desajuste radical, no puede sino desvirtuarla.
el combate exterior se vuelve reflejo de una guerra santa en el interior.
Es, grosso modo, un acto interior deliberado por el cual algo como una doctrina, una práctica, un discurso o incluso una forma simbólica, perderá toda legitimidad o posibilidad de ser acogido internamente. Una simple incoherencia doctrinal, o el surgimiento de una idea disonante que contravenga ciertos principios considerados inviolables, debería provocar el cierre súbito del canal de afinidad, ese al que sometemos nuestras líneas decisorias maestras para cualquier forma de diálogo. No consiste en un mero desacuerdo o en una vulgar cancelación ideológica, de esas que se exponen actualmente en los círculos menos dotados de saludable racionalidad, se trata de una incompatibilidad estructural entre formas de ser y de pensar que no pueden coexistir sin producir una ruptura en el eje que debería sostenerlas en tiempo y forma suficiente para un diálogo constructivo.
Entendida en parámetros edificantes, la invalidación sujeta a principios de orden superior, no ideológicos o trastornados como los actuales, es un indicio claro de que aún subsiste en el ser cierto instinto de orden, cierta aspiración hacia lo verdadero que rechaza, con espontaneidad, toda forma degradada o toda falsificación de los principios primordiales. En este contexto, podemos ver también a la invalidación como un posible arma de doble filo. Si bien puede protegernos del error cuando nace de una justa percepción de la incongruencia entre un contenido y los principios que lo trascienden, se convierte en un peligro cuando se instala como hábito indiscriminado. No podemos interpretar a priori toda exclusión como un acto de discernimiento o un signo de lucidez, ya que existen también formas desviadas de invalidación que, en lugar de separar lo real de lo ficticio, separan lo que desconocemos de lo que no hemos llegado a comprender.

Tal confusión se agrava en un mundo donde la fidelidad a uno mismo se suele confundir con una intolerable rigidez y la apertura de mente, por sí misma, tiende a disolverse en relativismos o subjetividades; algunas de ellas tan absurdas como el mero concepto de «progresismo», culmen de la máxima indefinición conceptual. Así pues, el recto uso de la invalidación nos exige un alto grado de equilibrio entre la fidelidad interior y una apertura controlada, cualificada e inteligente hacia aquello que, sin contradecir la verdad esencial, puede ampliarla, revelarla en nuevas formas y desplegar sus virtualidades positivas aún latentes. Esta apertura con discernimiento es la que permite la acogida de nuevos paradigmas sin que caigamos en traicionar lo fundamental.
la fidelidad a uno mismo se suele confundir con una intolerable rigidez
En esto radica la parte flexible de esta actitud, en que podamos discernir con claridad todo lo verdaderamente nuevo y útil, cuando ello tiene legitimidad real para mejorar los principios precedentes. Pero sólo quien ha aprendido a reconocer la vibración del verdadero símbolo bajo los velos del lenguaje podrá distinguir entre la innovación que procede y un idealismo interesado desviado hacia las partes más innobles de la persona. Por este motivo, la función de «invalidación», correctamente entendida, remite de forma directa al discernimiento, una de las operaciones más nobles del ser humano, que justifica la intolerancia, entendida como dique de contención, que delimita hasta dónde estamos dispuestos a flexibilizar nuestros tejidos espirituales sin romperlos.

El verdadero discernimiento no es una función del intelecto inferior que razona, compara y duda en el plano de la multiplicidad, sino del Intelecto en su acepción superior, es decir, del principio iluminador que reside en el corazón del ser y que, por su participación en el Orden trascendente de la vida humana, tiene la capacidad de reconocer lo real gracias a una forma de afinidad directa indiscutible, aunque muchos insistan en negar lo evidente. Cuando esta facultad ha sido sustituida por los reflejos de una mentalidad racionalista o sentimental, influida por un adoctrinamiento multipolar (educativo, político, filosófico, institucional, etc.) que manipula las conciencias desde la culpa, el victimismo y el rencor, los criterios de validación o invalidación se vuelven inestables, contingentes y subjetivos en sus más profundos fundamentos.
Vemos algo de todo esto cuando se proyectan sobre las artes marciales categorías inadecuadas, juicios reduccionistas o exigencias ajenas a su verdadera naturaleza. La noción de «funcionalidad», por ejemplo, es uno de los espejismos más recurrentes en este sentido. Se suele identificar a la marcialidad con la eficacia física en el combate inmediato, desatendiendo su inserción en un entramado más amplio donde lo operativo está siempre subordinado a lo simbólico y lo simbólico, aunque sea una palabra tremendamente sospechosa, a lo metafísico. En ese mismo desorden de valores, la percepción romántica de la práctica, alimentada por estéticas exóticas o narrativas cinematográficas o deportivas, constituye el gran obstáculo para una comprensión seria del arte marcial como vía de realización personal. Sustituimos de múltiples formas la vivencia exigente y sacrificada de lo «sagrado» por la escenografía cómoda y amable de lo pintoresco y popular.
un adoctrinamiento multipolar (educativo, político, filosófico, institucional, etc.) que manipula las conciencias desde la culpa, el victimismo y el rencor
Y esta falta de rigor queda latente cuando las exigencias de sentido se basan en que una práctica sea «útil», sin especificar con claridad «útil para qué»: ¿para la defensa personal en un contexto urbano? ¿para la salud corporal? ¿para la regulación emocional? ¿para el rendimiento laboral? ¿para el cultivo espiritual? La utilidad, sin un eje definido con exactitud, se fragmentará en mil funciones dispares, todas ellas legítimas en sus respectivos planos, pero inoperantes si no están ordenadas en una jerarquía constructiva del ser. La tradición nunca concibió la utilidad como una finalidad autónoma, sino como una consecuencia secundaria de una forma de vida y práctica enraizada en el Dharma, en la ley esencial del ser.
El juicio moderno sobre las artes marciales, como sobre tantos otros vestigios de una sabiduría anterior, suele estar contaminado por esta carencia de discernimiento vertical, un extravío del que no saldremos jamás acumulando datos o experiencias, sino restableciendo, en nosotros mismos, la facultad de aprender y crecer por participación, utilizando el intelecto como eje y el puro discernimiento que aconseja la tradición como guía para invalidar y dejar de tolerar aquello que desvirtúa la verdad.
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