Artes marciales, no terapias.
«Es ridículo no intentar evitar tu propia maldad, lo cual es posible, y en cambio intentar evitar la de los demás, lo cual es imposible».
Marco Aurelio
La realidad que nos afecta después de todo este periodo post pandémico parece ser un poco más oscura de lo que era antes. Seguimos inmersos en una sociedad desnaturalizada en la que los casos de depresión o ansiedad se incrementan exponencialmente en relación con nuestra incapacidad para encontrar un contexto más humano que habitar.
Por desgracia, no vamos a poder hacer mucho por cambiar las cosas si la población sigue adormecida en esa dulce Ogigia virtual en la que el tiempo transcurre velozmente sin que nos demos cuenta de nuestra absoluta inactividad hacia lo realmente saludable.
Vivimos en el extremo de la hipocresía revistiendo todo de un cómodo buenismo esperanzados sin argumentos, un espacio ficticio en el que la mera protesta parece ser suficiente acción revolucionaria para seguir estancados en la cómoda y confortable vida de los protegidos del sistema. Un sistema que produce, fomenta y genera personas de cierta fragilidad emocional, debilidad física y distorsión de la realidad de las cosas.
El efecto que ha tenido en el ámbito psicológico todo lo acontecido durante la pandemia es un claro ejemplo de esto.
Que la situación sea la que es no debería ser en ningún caso un motivo de reorientación comercial de nuestras escuelas desde un punto de vista humano. Sí deberíamos tener en cuenta esta realidad para proteger el legado que pretendemos transmitir y a las personas que se relacionan con nosotros. Esta protección no proviene de ningún sentido terapéutico de nuestros sistemas o estilos, es una forma de actuación que, como todo en las artes marciales tradicionales, exige inteligencia, responsabilidad y conocimiento.
Las artes marciales son una vía para el fortalecimiento, pero no son una terapia. Muchos están aprovechando estas circunstancias adversas para hacer prosperar sus ideologías espiritualistas y su visión terapéutica de lo que hacen. Estos egos inundados de posibilidades de curar a los demás es demasiado perverso para que los podamos tolerar sin la oportuna y necesaria crítica.
Una persona con un trastorno mental o emocional de cualquier tipo no debería, en ningún caso, acceder a un centro de formación marcial como una forma de arreglar sus problemas. Cualquier condición que le cause dificultad en su pensamiento, en su conducta funcional, sentimientos o en sus relaciones personales debe ser tratada inicialmente por un especialista.
Las artes marciales son una vía para el fortalecimiento, pero no son una terapia.
Es cierto que, en determinados trastornos, la actividad física puede ser un buen complemento para mejorar los tratamientos o terapias “reales” que estén recibiendo por personas realmente cualificadas para hacerlo. Pero las artes marciales, aunque implican un importante grado de actividad física, no son solo eso, son también un arte y una ciencia que implica muchos otros factores de gran profundidad e impacto psicológico y emocional.
Sería bastante recomendable que cualquiera que decida asumir la dirección de dicha actividad física recomendada, estuviese debidamente formado en estos trastornos. No solo esto, también debería estar al corriente de los problemas mentales de la persona que pretende entrenar y comunicarse con el terapeuta (el de verdad) que la está tratando para actuar de forma coordinada; siendo con ello un complemento en dicho proceso y no un una herramienta sustitutiva.
Es cierto que hay profesionales de todo tipo y que podemos toparnos con personas carentes de lo que verdaderamente debería ser exigible en este apartado, pero debemos ser honestos y no engañar a nadie. Las artes marciales o la defensa personal no son una terapia. No son una vía para entrar a saco a ordenar un desorden interior fruto de años de hacer mal las cosas o de herencias naturales sobre las que poco o nada podemos realmente hacer.
Una persona con un trastorno mental o emocional de cualquier tipo no debería, en ningún caso, acceder a un centro de formación marcial como una forma de arreglar sus problemas.
Cualquier profesor de artes marciales que entiende que puede asumir un proceso de arreglar la mente trastornada de alguien desde la práctica marcial es, desde mi punto de vista, la persona menos apropiada para hacerlo. Y no pretendo insultar a nadie, pero si no somos lo suficientemente críticos desde nuestro contexto, profesión y responsabilidad, las consecuencias negativas para todos serán inevitables.
No podemos enseñar artes marciales a personas sin una correcta salud mental. Podemos ayudar a fortalecer un equilibrio preexistente, a incrementar la conciencia desde ese punto estable, un punto que permite disponer de un eje desde el que abordar la exploración marcial. No somos médicos, psicólogos ni sacerdotes. Somos profesionales que enseñan a gestionar la violencia, a integrar su realidad controlada, con procedimientos que pueden implicar modelos letales de acción que no pueden estar en manos de gente sin un mínimo centro de equilibrio mental.
En nuestra tradición abordamos la mente desde la perspectiva del Shen 神, del espíritu, señalándolo como la parte más sutil de nuestras energías. Nuestro entrenamiento afecta al Shen, es cierto. Pero siempre se habla grosso modo de un proceso; de un ir desde el Jīng 精 (la esencia vital) al Shén 神 (el espíritu sutil) por medio de un Qì 氣 (energía). Estos tres elementos, conocidos habitualmente como Sānbǎo 三寶 (tres tesoros), son para la tradición taoísta las energías esenciales que sustentan la vida.
Un proceso que fluctúa y que puede fortalecerse, mejorarse, desbloquearse o incrementarse según los procedimientos que se utilicen para tal fin. Procedimientos sutiles que requieren una preparación anterior que predisponga correctamente al individuo para que se pueda operar con la sensibilidad que todo esto requiere.
Cualquier condición que le cause dificultad en su pensamiento, en su conducta funcional, sentimientos o en sus relaciones personales debe ser tratada inicialmente por un especialista.
Conocimiento profundo, experiencia personal y logros de maestría son absolutamente exigibles para que alguien pueda hacerse cargo de dirigir en otra persona un proceso tan complejo, riguroso y, por desgracia, difícilmente aplicable en mitad de nuestra vida ordinaria.
Hablamos de procesos que se integran en modelos místicos de vida que necesitan aislamiento, apartarse del mundo exterior para poder explorar sin menoscabos el mundo interior. Procesos que deben abordarse del mismo modo que la vía de las artes marciales en general, desde un punto de partida básicamente ordenado.
No somos médicos, psicólogos ni sacerdotes.
Este proceso no se consigue en un par de sesiones semanales, en un curso de unos meses o reproduciendo rituales absolutamente ajenos a nuestra cultura. No somos místicos, no somos magos y, por supuesto, no seremos nunca inmortales de novela.
Engañar a las personas con estas utopías debería estar penado por ley. Si no apostamos por la realidad de las cosas, por la verdadera, cruda y, a veces, insoportable realidad, no podremos hacerle frente de ninguna manera.
Escondernos detrás de una fantasía puede ser un modo de evitar el sufrimiento, pero siempre que dejamos de sufrir un poco, dejamos de crecer otro tanto. Crear un marco en el que las personas con trastornos mentales puedan guarecerse bajo nuestro paraguas de maestría es un acto de irresponsabilidad sobre el que debemos reflexionar.
Las artes marciales van de progresar, de ir avanzando poco a poco desde un centro real a uno más sólido. De conseguir una estabilidad mayor para hacer frente a las adversidades de la vida sin que nuestro eje emocional o mental se desvirtúe en exceso al hacerlo. Es un arte y una ciencia para mantener el equilibrio y fortalecerlo, para consolidar nuestro propio proceso de individuación madurativa desde unas premisas de equilibrio, fortaleza, realismo y sinceridad; no son una vía para desenmarañar complejos procesos mentales, no fueron creadas para eso.
El primer paso para poder ayudar a terceros en todo este proceso es un profundo ejercicio de honestidad, una honestidad que exige, en primera instancia, hablar de caminos que hemos recorrido realmente, de verdades contrastadas y de decir claramente que algunas cosas escapan de la materia que impartimos.
Si empezamos a disfrazar nuestros sistemas de terapias con la intención de dar respuesta a las demandas de una sociedad potencialmente enferma, pensando que esto va a aumentar nuestro colectivo o que nos va a ayudar en nuestra labor responsable de transmitir un legado, no solo estamos siendo ingenuos o ilusos, podemos estar pervirtiendo algo que en otros tiempos podría costarnos algo más que el prestigio.
Antes de caer en este desvarío, invito a reflexionar sobre lo que aparece en la cita de Marco Aurelio que encabeza esta entrada y que sigamos apostando por un ecosistema saludable en el que cada maestro se ocupe de aquello para lo que está realmente formado.
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