Shaolín y el precio del autoengaño
- Francisco J. Soriano

- 6 ago
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Hace pocos días ha saltado a la palestra mediática una noticia que ha convulsionado a una parte importante del wǔlín en todo el mundo. La información afecta al célebre monasterio de Shaolín y, en particular, a su abad-CEO. A quienes estudiamos el fenómeno Shaolín desde hace años, nada de esto nos sorprende. Hay que estar ciego para no ver el mar cuando se está en la mismísima orilla.
Por desgracia, cuando hablamos de artes marciales —y, sobre todo, cuando las mezclamos con espiritualidad y fe— evitar la ceguera por falta de atención parece casi imposible en determinadas estructuras mentales. Nuestra sociedad está sedienta de espiritualidad, y esa sed la lleva a beber de cualquier charco, sin mirar el fondo, sin evaluar la calidad del agua ni detenerse a sentir el sabor de lo que se está bebiendo.
Las artes marciales son, por encima de todo, realidad en estado puro. Cualquier entrenamiento, estilo o sistema que pase por alto este principio fundamental comienza ya a mostrar signos de deterioro. En toda estructura de enseñanza que promueva un espíritu crítico sobre las materias que se imparten, se reduce el riesgo de caer en manos de fanáticos, gurús de pacotilla —que aún abundan en España— o sectas camufladas que, visto lo visto, acaban acumulando poder económico e incoherencia en proporciones absurdas.
Nuestra sociedad está sedienta de espiritualidad, y esa sed la lleva a beber de cualquier charco
Por este motivo, aunque buena parte de la masa marcial no pensante esté hoy entregada «ahora» en cuerpo y alma al linchamiento de todo lo relacionado con Shaolín y sus ramificaciones, es preciso contrarrestar esa nefasta cultura de lapidación. Es momento de invocar el menos común de los sentidos —el sentido común— al menos para diferenciarnos como colectivo de cualquier manada de ñus pastando en las llanuras herbáceas del África oriental. Sí, quizá estoy siendo duro, pero más de uno debería detenerse a pensar en qué colectivo se encuentra realmente.
Cuando me preguntan —y lo hacen con frecuencia— qué estilo marcial es más efectivo, siempre respondo que no se puede excluir de la ecuación al linaje, al maestro y al artista marcial que lo practica. El arte es la base: es lo que hay que estudiar, comprender y desarrollar. El arte no es un abad con un patrón de apego evitativo y tendencia seductora (promiscuo), ni con una orientación extrínseca excesivamente materialista (codicioso). Eso es solo un personaje sin escrúpulos, que se vale de elementos de orden superior para realizarse como un individuo de la más baja calidad humana, tanto moral como ética.
Shaolín tiene su historia, sus mitos y sus realidades, como cualquier otro arte marcial en el que pongamos nuestro foco. Es un arte de gran magnitud, con un impacto tan profundo en el wǔlín que ha impregnado la sociedad china durante siglos. Es un tesoro de la marcialidad y por eso hay que seguir protegiéndolo y desarrollando sus principios. Pocos han sido tan críticos como yo con la comercialización burda de estas ideas —como también ocurre con Wǔdāng, Chénjiāgōu, etc.— y con el encumbramiento de individuos que ocupan cargos en entramados que nada tienen que ver con la verdadera tradición marcial. Saltar de un estilo a un compendio de franquicias puede estar vinculado a necesidades económicas, pero nunca debería implicar la incoherencia de decir una cosa y hacer la contraria.
Shaolín ha sabido generar interés; ha sido la puerta de entrada al arte marcial chino para muchos. Pero también ha arrastrado un trasfondo económico incoherente que ahora le está pasando factura. Y, sin embargo, esto no tiene nada que ver con el arte. Han sido las masas de acólitos sin pensamiento crítico quienes han permitido que el virus alcanzara esta dimensión. Individuos que, tras pasar quince días en China, regresaban creyéndose iluminados, con un nivel místico de Kung Fu desconocido. Presas del eco de películas de los Shaw Brothers, se entregaron a una imagen que no resistía ni un análisis infantil mínimamente lúcido.
Queremos espiritualidad, y a cambio aceptamos renunciar a la realidad. Un absurdo que contradice el núcleo de la enseñanza budista: desgarrar el velo de las ilusiones para ver las cosas tal como son. Aunque esa realidad no nos guste, no deberíamos ensañarnos con ella, sobre todo porque la responsabilidad de no haber visto las incoherencias recae sobre nosotros mismos. Los que enseñamos y practicamos kung fu tenemos la obligación de cultivar el sentido común, discriminar con justicia e intentar ser un poco más lúcidos cada día evitando caer en idolatrías ajenas a la virtud marcial.
Han sido las masas de acólitos sin pensamiento crítico quienes han permitido que el virus alcanzara esta dimensión.
Si eres de los que está disfrutando con el linchamiento, te sugiero que lo revises: tal vez solo has cambiado de un barco de piratas a otro, y sinceramente, no sé cuál de los dos es peor. Mejor tirarse al agua, hacer el esfuerzo de nadar, de ver el fondo con claridad, de visualizar el horizonte en el que asoma tierra firme, y aceptar que no vas a llegar en quince días, por más que lo prometa el folleto con el que te pescaron.
Si no es así, me alegro. Significa que eres de esas personas que, con sentido común y crítica constructiva, mantienen vivo un legado que es mucho más importante que cualquier personaje siniestro que lo utilice para enriquecerse, adquirir poder o manipular a la misma masa pensante que luego lo apedreará al descubrir que ha sido completamente engañada. Una forma curiosa de expresar el enfado ante la propia estupidez.
























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